Volveré y seré jamones

La educación sentimental de una seducida y abandonada en Barcelona

31/1/10

¿Sueñan los jefes con ovejas eléctricas?



Ayer sufrí una crisis de angustia.

Y más allá de que no pretendo justificar aquí, una vez más, mi patológica adicción al drama, he podido comprobar que la exteriorización de la angustia sirve, como dice mi amiga psicoanalista que "decía el viejo Lacan". Y sirve mucho.
La crisis se manifestó con un mar de lágrimas que empezaron a asomar durante mi turno de trabajo en la librería, de una manera furtiva, hasta que se me nublaron los ojos intespestivamente. Y por eso tuve que bajar muchas veces al baño para lavarme la cara, en un frustrado intento por contener el tsunami.
Es un poco extraña la experiencia orgánica de la angustia. Al no poder contener el llanto, aparentemente inmotivado, me sentí muy vulnerable y tan expuesta como si me estuviera haciendo pis parada. Sin embargo, más allá de la sensación de incontinencia que me invadió, con el correr de los minutos, el nudo que tenía en la garganta comenzó a abrirse y, como una especie de conducto uterino, dió lugar a que pudiera parir mi rabia.

Como le sucede a la protagonista de ese lúcido clásico del gore, Cromosoma 3 (The Brood)de David Cronemberg, (ver trailer) me sentí víctima de la psicoplastía con manipulación genética, esa terapia apócrifa que inventó este mago canadiense para aterrorizarnos. Tal cual sucede en el film, sentí como si estuviera dando luz a unos violentos monstruitos, que todavía no alcanzaron la densidad corporal suficiente como para actuar por su cuenta...

Sin embargo, cuando estos crezcan y adquieran autonomía, no sólo los mandaré (bajo la impunidad de lo inconsciente y lo reprimido) a agredir a todos aquellos que me hagan sentir mal, también les inculcaré un nuevo credo cristiano que escribirán con la sangre de los filisteos mercenarios del mundo del libro, agentes causales (junto con otros rollitos personales que no vienen a cuenta) de mi inesperado derroche de llanto orgánico.

Después de trabajar durante dos años y medio en la sucursal privilegiadamente pequeña de una megacadena universal e intergaláctica de librerías, la calidez del mágico mundo de Jenny me dejó una buena impresión del gremio librero.
De allí me quedó no sólo mi descubrimiento anárquico y compulsivo de la sobrevalorada literatura de culto, sino también una faraónica vocación enciclopedica, así como un gran respeto por los lectores consumidores de géneros. También me quedaron dos cómplices y amigas de muchas tardes gastadas, ejercitando la lengua, tanto como músculos de brazos y piernas con los ejemplares del Código Da Vinci.
Junto a ellas, sobrevive el recuerdo de mi jefe, librero de segunda generación, fanático de la Era Campbell de la ciencia ficción y alumno confeso de cursos de astronáutica por correspondencia.
No soy de las que piensan que todo tiempo pasado fue mejor, sin embargo, no puedo evitar contrastar esa experiencia con mi atormentado presente de solitaria asesina a sueldo, es decir, captadora de socios para un conocido club de lectura en otra megacadena de librerías. Otra anónima corporación intergaláctica, cuyos directivos parecen haberse fugado de las colonias en Marte y pretenden pasar inadvertidos entre nosotros.

Sin embargo, muy pronto, mis monstruitos, los hijos de mi rabia, pondrán en evidencia su falta de empatía con el género humano y les aplicaran el protocolo posterior al test Voight-Kampft. Y así será como, estos replicantes disfrazados de mormones, que justifican su carencia de humanidad en los principios de la ética protestante y la ley del capital, serán retirados de la faz de la Tierra.
Y sólo entonces, un pasado de llanto catártico, euforias varias y buenos recuerdos sobrevivirá en mi presente futuro.

27/12/09

El Acontecimiento



Así como la ciencia ha podido aislar la experiencia de besar para identificarla como una actividad física que estimula la parte del cerebro que libera oxitocina y adrenalina, aumentando el ritmo cardíaco, la tensión arterial y el nivel de glucosa en la sangre, creo que los besos pueden escindirse de ese complicado contexto que son las relaciones sentimentales.

Mi primer beso fue a los doce años.

Todavía recuerdo el cruce de calles, el ruido del tránsito, la presión de mi cuerpo contra la pared, los dientes de D. contra mi boca.

D. tenía 14 años. Era alto, delgado y tenía una cara armónica, angelical y pecosa.
Y la típica expresión pícara de un niño travieso ilustrado por Norman Rockwell.
Sin embargo, tenía un diente de lata y una pequeña cicatriz en la ceja izquierda, las huellas dejadas por un accidente de auto ocurrido dos años antes. D. estuvo hospitalizado varios meses y por eso perdió un año lectivo.

D. tenía un hermano un año menor, P., con el cual había terminado la primaria asistiendo ambos al mismo curso. P. era el novio de mi amiga M.

Por novio, entendíamos en ese momento, una persona con la que te cruzabas en la calle dos o tres veces por semana. En general, eran como relaciones de sexo casual, pero sin sexo. Intercambios fugaces de saliva que nunca se prolongaban más de cinco minutos. Pero se perpetuaban en el recuerdo del olor del sudor del otro, el color de la camiseta, el brillo del gel en el cabello...

M. era parte de un corrillo de cinco insoportables pre-adolescentes del cual yo formaba parte: A., quién tenía una familia simpática y particularmente tolerante, y una casa grande, la cual era nuestro cuartel central de operaciones, coartada para salidas nocturnas y asilo político en caso de problemas familiares.
N. que vivía en otro barrio y era con la que más me reía. Nos seguimos viendo hasta después del instituto. Siempre le gustó dibujar y estudió diseño, pero le perdí el rastro en mi primer año de universidad.
L. fue una de esas enemigas íntimas con las que pasas de la complicidad a la total indiferencia mutua en un sólo día. Con L. compartíamos intereses pero éramos muy competitivas. Nos unía, además, que ambas éramos las hijas de padres separados. Nos seguimos cruzando hasta ahora. Ella estudió Historia y actualmente es profesora, tiene dos hijos y tenemos algunos amigos en común. Sin embargo, no puedo recordar cuando fue la última vez que me reí con L.
Sólo recuerdo la expresión de su cara, cuando sospechaba que había intentado besar a su novio, que por aquel entonces, era el mísmisimo D. el artífice de mi primer beso.

D. era, un año después de El Acontecimiento, el primer novio oficial de L. lo que alentaba todo una política de intercambios, cruces, prestámos, trueques y otras promiscuidades que condimentaban la economía emocional de nuestro grupo.
Sin embargo, L. no estaba dispuesta a pasar del proteccionismo al librecambio y me alejó, bajo amenaza de retirar todas sus acciones de la gran empresa de nuestra amistad.
A pesar de todo, unos meses después L. ingresó exitosamente al mercado libre y le birló el novio a A. lo que desencadenó uno de los primeros grandes complots y la expulsión más teatral del grupete. L. le había roto el corazón a D. y ahora, hasta se besaba con el ex de A.
Con N. éramos mudas testigos de todo y especulábamos, distantes, haciendo nuestras apuestas y disfrutando de las grandes crisis sentimentales de la vida de los demás.

Mi último gran beso fue en mi última fiesta de cumpleaños. Lo exigí a manera de prestámo. Todavía lo estoy pagando. Y con intereses.

Estoy convencida de que los besos que se recuerdan nada tienen que ver con la continuidad del vínculo previo o posterior a este acontecimiento.
Sin duda, los que mejor se rememoran son producto de ocasiones inesperadas, eventos sorpresivos que perpetuan la adrenalina del primer contacto con los labios de otro.
Y eso porque la intensidad de un beso es geométricamente inversa a la duración de una relación. Cuanto más dura el vínculo, menos intenso es el recuerdo.
Salvo, el del primer beso y el último, por supuesto.

3/11/09

True Blood





"Ante la visión del piso vacío, pensé en la condición vampírica. Las casas se alimentan de nosotros como lo hacen los vampiros: chupándote la sangre para teñir con ella, lentamente, sus propias paredes y crear así un vínculo, cómo decirlo: servidumbre, dependencia, necesidad, amor" Jorge Carrión

Esta mañana me desperté bruscamente, intentando interpretar el encriptado código morse de los albañiles que taladraban con violenta regularidad en el techo de mi piso.

Después de terminar de despertarme con la inyección matinal de café, creo que debería agradecer que tuvieran la decencia de sólo estar golpeando y de no sacarme de la cama con la radio a todo trapo.

Recién ahora, luego de recibir un par de ruidosos telegramas más, creo que estoy empezando a entender el mensaje.

Sólo quieren que me vaya con el ordenador y mi malhumor a otra parte.

No necesitan héroes.

Sólo les interesa que me desplace con mi impotencia y que deje de acordarme de sus madres y todo su árbol genealógico.

Sé que no es una experiencia reconfortante, despertarte una mañana con una gigantesta estructura de andamios y todo un ejército de albañiles a los gritos frente al balcón de tu piso.
Sin embargo, suele aburrirme la frecuencia con que la gente se queja de la Barcelona eternamente en obras. Es como una de esas previsibles conversaciones matinales, el amable intercambio de opiniones sobre el clima con algún vecino en el ascensor. Es más, cuando todavía disfrutaba de la frescura de la novedad, me encantaba ese exceso de civismo que recubre los edificios modernistas de L'Exaimple con gigantestas proyecciones anticipando como quedará la fachada original. Creo que alguna vez hasta se lo comenté entusiasmada por teléfono a mi hermana, estudiante crónica de arquitectura.

Me encanta la Barcelona en obras.

Pero, ahora están golpeando a mi puerta o, mejor dicho, a mi techo.

Y mientras intento encontrar en los golpes de maza una armonía compatible con mis especulaciones sobre las conductas de algunos vecinos (¿estarán destruyendo la cocina de las chicas del sexto?) me parece que mi casa es ahora como la cobertura de hormigón de una gran masa encefálica que los albañiles, como zombies chupacerebros, golpean con la esperanza de encontrar algo comestible adentro.

Pero me resisto a abandonar mi cabeza.

Por eso, recién ahora me animo a mirar, de verdad, hacia adentro. Y sólo veo muebles.

Hace unos días entré a una página que convocaba a participar de un concurso llamado la historia de tus muebles . Y me pareció un gesto de una ternura infinita invitar a la gente a hablar de sus trastos, cuando aquí estos son muy económicos y facilmente descartables.

Por eso me pregunto qué podrían decir de mí los muebles de mi piso.

Qué tendrán para decirme el espejo de la entrada, herencia de las inquilinas anteriores, así como los dos colchones que esperan pacientemente ser re-ubicados en casas de amigos.
Qué me diría la estantería negra que acumula polvo y objetos encontrados en la calle. Un manual de peluquería. Un budita de la abundancia. Algún programa de un festival o muestra de arte. Unos palos de bowling de juguete.

Creo que la peor parte se la lleva la heladera, abandonada hace un mes en medio del living, esperando ser deportada hacia un futuro incierto.

Soy de las que empiezan a encariñarse con las cosas, cuando me veo obligada a dejarlas.

De cualquier forma, considero esto un gran paso, en vías a superar el síndrome nómade de "No quiero tener nada que no entre en una valija". Experiencia que más que estimular mi presunta independencia de los bienes materiales hace que extrañe espantosamente los objetos que dejé atrás. Y no sólo los que no entraron en la valija.

Por estos motivos, quiero, espero, ansío que MI CASA me absorva, que me chupe la sangre y me insufle el largo aliento de la calidez hogareña, la larga vida de los muebles IKEA.

Creo que ahora sí, voy a redecorar el piso y a dejar que mis noches sean esclavizadas por el racontto infinito de las objetos que me faltan: el secador de platos, los ceniceros, los almohadones en composé con el sillón.

Quiero encarnarme en mi nueva casa.
Quiero que vampirize mi desinterés por lo doméstico.
Quiero que mi piso se haga un baño de sangre conmigo.

Porque una casa semivacía es algo más que un vínculo de servidumbre, dependencia, necesidad y amor. Es el testimonio tangible de muchas ausencias, de muchos espacios vacíos por llenar en mi cabeza. Como la de una mesita para el tele. Y un tele. Una tele que me hable a mí. Solamente a mí, rodeada de muchas cosas lindas que hagan que ni siquiera una horda de albañiles ruidosos me obligue a abandonarla.

1/11/09

Sé tú misma





Hace un par de semanas estaba cenando con una pareja de amigos de mi familia, cuando una frase removió las napas de esa obsesiva autoconciencia del idioma que estoy adquiriendo en la práctica cotidiana de neutralizar o traducir todo localismo argentino para hacerme entender.

"Sé tú misma", me dijo Cristina, pasándome el cucharón de madera y señalando la suculenta bandeja de pasta casera.

Esta frase, a pesar de su repetición e insistencia en el tiempo, ejerce una especie de poder esotérico en mí, donde sigo comprobando la experiencia enajenante del lenguaje como un virus del espacio exterior.

"Sé tú misma" no es sólo una amable invectiva a la independencia de los demás.

Es el eco de la vocesita maternal que me aconsejaba durante mis primeras desilusiones sentimentales.

Es mucho más que eso. Es una especie de mantra que repito desde mi niñez cada vez que intento interesarle a alguien.

Sin embargo, ser una misma, a pesar de la sensación de consuelo que me generaba este consejo materno, no es tan fácil.

Recuerdo a los diez años, cuando Leandro (mi no correspondido amor desde el tercer grado de la primaria), intentaba repetir la coreografía de una Boys Band de moda a principios de los noventa.
Mientras lo observaba atentamente con las otras chicas, intentaba no ser yo misma, conteniendo la risa de ver su cuerpo delgado rodando por el suelo, imitando infructuosamente a algún rappero neyorkino.
Una vez se me escapó una carcajada. Y él lo vió. Entonces comprobé que es muy díficil ser una misma cuando se tiene diez años y, sobre todo, cuando las fiestas y las consecuentes oportunidades para el primer beso se te pasan por ser demasiado alta para bailar con los chicos de tu edad.

Ser yo misma siempre me fue díficil en asuntos estéticos. Creo que nunca puedo mentir en eso. Soy capaz de transformaciones camaleónicas en mi conducta, pero no soporto el mal gusto.

Recuerdo a mi novio de los diecinueve, otro Leandro, con quién la relación (aunque me dí cuenta mucho tiempo después)comenzó a quebrarse cuando vimos la primera precuela de Star Wars.
Mi chico era un recalcitrante militante estudiantil y no podía concebir mi entusiasmo en la poco realista y evasiva proliferación de mundos, galaxias y especies que salían de la pantalla.
Por eso, intuyo, que nuestras diferencias sentimentales e ideológicas comenzaron allá lejos, por la infancia de Anakin Skywalker.
No lo sabía entonces, pero mi chico estaba del lado del bien y a mí ya empezaba a no molestarme dejarme seducir por el Lado Oscuro.

Otra experiencia de lo díficil que es ser una misma sucedió hace poco.


Estaba en un bar, con un compañero de estudios que, en ese momento, me parecía atractivo y con quién coincidía en todos los tópicos de cualquier diálogo entre inmigrantes latinos en Barcelona: la especulación inmobiliaria, la densidad demográfica de bares y festivales, la fauna cosmopólita, etc. Coincidencias pedestres a las que asigné una dimensión cósmica, nublada por el entusiasmo de la novedad.
Esa noche, estábamos sentados muy juntos en la escalera de un tugurio del Raval. La conversación fluía ligeramente, birritas de por medio, mientras nos hablábamos al oído y yo me acercaba esperando algo más que un acercamiento verbal.

Entonces, la prueba de fuego, como siempre, se me presentó.

- ¿Te gusta bailar salsa? me preguntó.


Salvo que ser una misma implique improvisar una mentira, creo que mi mantra infantil ha dejado de funcionar.

De cualquier forma, ahora tengo uno nuevo.

Y todavía no he tenido la oportunidad de invocarlo, pero estoy esperando el momento de comparar su efectividad con el anterior:

"Sí, me encanta la salsa. Toda mi vida quise aprender a bailar salsa. ¿Me podrías enseñar?".

26/10/09

Géneros




No puedo creer que haya dejado pasar casi tres años para ir a ver "Me, you and everyone we know" (2005).
Fuí sola y en la sala había dos o tres curiosos más, asistiendo al cierre de una muestra de arte en el Centre Civic de Poble Nou.
Pantalla grande, subtítulos y una sensación de intimidad ajena al ruido de fondo, el cuchicheo constante, la vibración de los móviles y el olor a popcorn de mis escasas excursiones al cine.
Gracias a la falta de tratamiento de los cristales de mis gafas, estos aparentan ser bastante gruesos. Y así puedo disimular cuando se empañan un poco. Sin embargo, esta vez se me empañaron bastante.
Como se le empañaban a mi abuela en nuestros maratónicos domingos de pelis estilo Los puentes de Madison o Africa Mía.
Si bien en la peli de July no se plantean exclusivamente desencuentros sentimentales, creo que, igual, me emocioné bastante. Sin embargo, no creo que eso haya sucedido gracias al poder alquímico de July para decirnos: Pare de sufrir! Usted puede sanar su vida!
Creo que lloré porque me había dado cuenta de que me había privado demasiado tiempo de ver esa película.

Hace dos años, estaba en la parada de los 50, en la Av. 27 de Abril. Me había juntado con A. Ella había trabajado en un renombrado cineclub municipal y mantenía algunos amigos allí, por lo cual iba con frecuencia.

Recuerdo que estaba luchando contra mi creciente miopía, para develar el número del bus que arrancaba desde el semáforo, cuando sus palabras me dejaron estaqueada al suelo.

- Lo ví a C. en el cine ayer. Iba con una colorada, llena de pecas. No tiene 18 años, ni a palos.

Se me pasó el bus.

Mi amiga advirtió que la transformación operada en mi cara no era consecuencia de los treinta minutos que tenía para esperar el próximo bus e intentó cambiar de tema. Pero yo tenía que llegar al fondo del asunto.
Tenía que pasearme por la experiencia cenagosa y resbaladiza del despecho.

- ¿Y qué película fuiste a ver? Le pregunté a A.

Evidentemente, no me interesaba qué película había visto mi amiga. Sólo necesitaba asignarle un nombre a MI película.
A ese thriller paranoico donde trataba de identificar entre diferentes sospechosas a la zorra que C. invitaba al cine ahora.

Casi tres años después, creo que me reconcilié con Miranda July. La primera vez que ví el afiche del film, deduje que el lugar privilegiado asignado a la pareja protagonista, sumado al exceso de color rosa en su diseño, adelantaba alguna british comedy a lo Four Weddings and a Funeral. El tipo de comedia que le encantaba a C.

Sin embargo, no fue así. Y empecé a llorar porque sabía que al final de ésta, al salir de la sala oscura, empezaría otra película.

El thriller paranoico había terminado.

Y ahora empezaría una comedia romántica o un musical o, quizás, una de aventuras.
Y eso, por suerte, todavía yo no lo sabía, ni él, ni todos los demás.

27/4/09

El amor es una mujer gorda




Creo que la primera vez que tuve un amante fue a los 24 años.

Resulta extraño intentar encontrar una definición acorde a esa mezcla de vértigo y complicidad que toda relación entre amantes implica. Y, es más extraño aún, descubrir que un amante, según la ascéptica definición del diccionario de la RAE es "alquien con quién se mantienen relaciones sexuales con periodicidad, sin estar casado". Creo que en esa época sólo mantenía relaciones sexuales periódicamente con mi novio. Y, sin embargo, tenía un amante.

Conocí a G. en la librería donde trabajaba hace cuatro años.
Él tenía diecinueve. Y nuestra diferencia de edad fue fundamental para firmar nuestro contrato de mutua dependencia sentimental.
Recuerdo la primera vez que lo atendí y me consultó por un libro de Aira. Me llamó la atención ese adolescente lampiño, con campera de jugador de beisbol, pidiendo una novela de “el César” de la literatura argentina.

Luego vendrían los coqueteos, las largas charlas y hasta las peleas.

Era extraño tener un amante. Durante mis dos primeros años de relación con P. todo fue perfecto. Y no tuve necesidad de buscar nada fuera de ese microcosmos que era “nuestra relación”. Era una situación extraña y demoré mucho tiempo en adquirir conciencia de que tenía un amante. Y , era más extraño aún, tener las peleas conyugales (las que no tenía con mi novio), con un amante con quién no mantenía relaciones sexuales.

Recuerdo que a G. le encantaba encontrar analogías de “nuestra relación”.
A veces decía que yo era Annie Hall, aunque nunca me gustó el look impostadamente intelectual de Diane Keaton, con sus pantalones fajados arriba de la cintura. Pero me daba gracia pensar que en algún momento, la pantalla se partía en dos (como en la película) y cada uno daba rienda suelta a las especulaciones en torno a lo que el otro pensaba de uno mismo.
Otras veces, le gustaba jactarse de que teníamos un contrato literalmente sado-masoquista y estábamos improvisando un continuo juego de roles, que intercambiabamos todo el tiempo. Casi siempre, él era el nene tierno que se dejaba someter a la amplia experiencia de una dominatrix, controladora, racional y unos años mayor. Otras, yo era una working girl, aburrida de la rutina de un largo noviazgo a la distancia, que se dejaba seducir intelectualmente por una joven promesa en ciernes.

Sin embargo, nos peleábamos bastante.
Ahora creo que encontraba cierto placer en esas prolongadas exhibiciones que hacía G. de su capacidad oratoria para justificar su inexperiencia sexual. Inexperiencia que compensaba con las horas y horas de biblioteca donde sublimó los años de educación católica en colegio de varones. Me encantaba que G. fuera un chico de barrio que leía Heidegger desde los quince y estudiaba Derecho para cumplir con el castrador mandato familiar.
No teníamos tanta diferencia de edad, pero la experiencia de casi conyugalidad, madurez emocional y compañerismo en la que se basaba mi relación con P. hacía imposible que me expusiera a las inclemencias de una relación con un chico que recién se asomaba a la liberación sexual de la vida universitaria.

Creo que estuve perdidamente enamorada de G.

Pero nunca dejó de ser mi amante. Y recién ahora descubro el porqué.
Según la definición de la RAE, el concepto "amante" designaría:
1.adj. y com. Persona que ama.
2.com. Persona que tiene relaciones sexuales periódicas con otra sin estar casados.
3.m. pl. Hombre y mujer que se aman.

Sin embargo, no creo que ninguna definición de éstas sea la acertada.
Un amante no es la persona a la que se ama, ni tampoco con la que se mantienen relaciones extraconyugales o sexuales con periodicidad.

Un amante es la persona CON quién que se ama.
Y creo que G. era mi amante, porque amábamos las mismas cosas, con la misma pasión con la que nos metíamos en discusiones interminables, para defender esas cosas que tanto amábamos.

Sin embargo, el amor era otra cosa.
El amor era una mujer gorda, era esa patria italiana, espontánea y generosa a la que nunca, lamentablemente, llegamos a arribar.

15/4/09

Blood in blood out




Freud tenía razón. La fisiología determina.
Por más que renieguen las feministas, postfeministas, queer y otros baluartes de la avantgarde académica, el dolor de ovarios es (para una generación que evidentemente no “parirá con dolor” y, con suerte, adoptará por la cincuentena algún huérfano del Tercer Mundo) la cruz que nos legó el Pecado Original de Eva.

Una cruz de plástico bañado en oro, que algunas privilegiadas olvidan despreocupadamente colgada del espejo retrovisor del auto y las comunes mortales sobrellevamos con inyecciones de Ibuprofeno.

Sin embargo, ese notable aumento de la actividad hormonal tiene una gran ventaja. Es ese momento del mes donde todas las licencias se habilitan: comer hasta hartarse, pelearse con la familia, el novio o los amigos, faltar al trabajo y, hasta renunciar a hacer cosas que nos gustan.

Primera enmienda.

No está mal tener una excusa fisiológica para faltar al trabajo, pelearte con Freud, Dios y María Santísima o la licencia de llorar a mares, en plena calle, por la injusticia universal de ver a un perrito cojo cruzando lastimeramente por la Gran Vía.

Está mal disimular ante el mundo ese dolor que te acalambra por dentro. Esas cuchilladas de frío que te embotan los sentidos y que hay que sacar hacia afuera, como un exorcismo mensual, donde canalizamos la injusticia de nuestra condena a desangrarnos cíclicamente.
Y todo por una manzana.

Segunda enmienda.

Está muy mal excusarse con el dolor de ovarios para dejar de hacer lo que más nos gusta.
Por eso, creo que disfruto de la conciencia de seguir escribiendo, punzadas mediante, y agradezco a todo el santoral que todo este sufrimiento me lo merezca sólo por una manzana. (No puedo dejar de imaginarme lo terrible qué sería, si en vez de una ingenua manzana, hubiera sido un melón o una sandía).

Además, no debería sorprenderme que mi calvario coincidiera cronológicamente con el de Cristo. Debería agradecer que mi “visita” mensual coincidiera con Semana Santa, en vez de sorprenderme para el día de Sant Jordi. Celebración de la que viven las librerías de Barcelona y, si no entendí mal, recuerda una vieja leyenda medieval.

Una princesa estaba agrediendo, desde su balcón, a un dragón a golpe de libros. Entonces, aparece un caballero, Sant Jordi. Este mata con sus flechas a la princesa y se casa con el dragón, fundando así, toda una tradición de modernismo, tolerancia sexual y librepensamiento.

Por eso, en esta celebración se acostumbra que las yayas de l´Exaimple le pongan el adorno de una rosa roja a sus mascotas, en homenaje a la flor que el caballero obsequió al dragón. Y, además, se queman libros en la vía pública, en repudio a las armas que usara la princesa contra el dragón.

Algunas versiones revisionistas señalan que la historia oficial deja de lado la ausencia de antinflamatorios en la época, lo cual justificaría la salvaje conducta de la princesa, así como, califican a la tradición de la rosa roja de reaccionaria a los derechos de los animales.

"La sangre derramada no será negociada", es la consigna emblemática del revisionismo y frase que repite como un mantra, mi vecina, indignada ante las manchas rojas que acaba de encontrar en la puerta de su casa.

La verdad es que todavía no me he topado con ninguna perrita en celo por las calles de Gracia.

¿Que harán esos dueños que levantan los soretitos con ejemplar conciencia civica, ante la indecorosa situación de eliminar los chorritos de sangre de las veredas de Barcelona?

¿Venderán tampones y/o compresas para perritas en celo?

¿Proveerán las farmacias de antiinflamatorios caninos?

Si estos existen ¿Serán más fuertes que los destinados a los humanos?

Y, por último, la perra que condenó a las perritas ¿¿se habrá comido una manzana, también??

5/4/09

La angustia de las influencias





Vila Matas dejó escrito por ahí que uno deja de sentirse tan solo cuando tiene un escritor a quién admirar.
Pero, me asalta la duda de si esta certeza habrá acompañado al elegantemente modesto autor barcelonés en sus comienzos. El problema se plantea cuando una no es un elegante y consagrado autor barcelonés, y tiene demasiados escritores a quién admirar.

Hoy, domingo a la siesta, sin resaca, observando girar la ropa en la lavadora, hice un racontto mental de todo lo que leí este mes.

Si bien, los aniversarios no son mi fuerte, no puedo pasar por alto que estoy sobreviendo a un mes de trabajo en una gran cadena de librerías. Y, que el único estímulo para seguir allí, además del aumento del desempleo y la leve sensación de paranoia económica que acompaña mi vulnerable experiencia de inmigrante, estudiante y pobre en Barcelona, es la oportunidad de leer salvajemente un catálogo de novedades literarias:

- Playstation de Cristina Peri Rossi
- Sexografías de Gabriela Wiener
- Cineclub de David Gilmour
- Ni de Eva ni de Adán de Amélie Nothomb

El chico de la lavadora de al lado interrumpe mi lista y me apura, indicándome, en un correctísimo español aprendido de TV3, como tengo que manipular la máquina.
Me tropiezo con su bolsa de ropa y veo que tiene un libro.
Desde mi privilegiada posición en el marco de la puerta, me esfuerzo por descubrir, con disimulo, la tapa de Los pilares de la tierra de Ken Follet entre sus manos.
Sólo entonces, borro automáticamente de mi cabeza la posibilidad de que mis ocho kilos de ropa sucia se conviertan en la excusa para un idílico romance de lavandería, como en esa célebre propaganda de Philip Morris.

La vida, por más que nos esforcemos, no siempre imita al arte.

Me siento en la puerta de la lavandería. Estoy por teminar la última novela de la Amélie Nothomb. Me encanta esa licencia del catalán respecto al castellano. Me encanta aludir a una escritora francesa como si hablara de la merienda, la sartén o la peluquera. Me encanta esa licencia casi tanto como el sol de la siesta en la puerta de una lavandería de Gracia. Sin embargo, mi disfrute de la vereda de la calle Montmany es violentado por una inoportuna presencia.

Siento que el calor del sol me está dejando la piel colorada. Siento que el sudor asciende por mi cuerpo, para estancarse, imprevisiblemente, bajo la nariz. Saco el espejito (mi más preciada adquisición de los chinos) y compruebo el destino imprescriptible de las gorditas morenas de piel pálida. Los cachetes colorados. Y Lo Innombrable.

Repaso una vez más, mi agenda del domingo. Y ahí están, olvidadas en el algún rincón del baño, las banditas de cera (que la última vez me provocaron una reacción alérgica) y la pinza de depilar. Y mis bigotes están aquí, esperando la Solución Final y nublando esta luminosa tarde de Gracia, con los enredos de Amélie y su novio japonés, demostrando que no puedo dejar de escribir sobre esto.

El viernes anduvo Cristina Peri Rossi por la librería. Casi me infarto cuando me la choqué llegando tarde al trabajo. Después de tirar mis cosas en la taquilla, me escabullí de mi puesto para decirle lo mucho que me gustó Playstation, su último libro. Me encantó la modestia con la que me agradeció. La misma con la que, sin que se lo pidiera, me dedicó un ejemplar.
Pero, lo que más me gustó fue la exhibición orgullosa de su bigote, endurecido seguramente por las experiencias sentimentales que expone en su libro.
Experiencias como descubrir que la escritora que admirás tiene un largo bigote, que Faulkner no fue a la Primera Guerra porque era petizo, que Amelie Nothomb limpió baños en una empresa tokiota, que Gabriela Wiener raspó ollas sucias de paella y donó óvulos para pagarse su master, que David Gilmour escribió su última novela bajo la sombra acechante del paro.
En fin, descubrir que la vida no se acaba si no tienes una beca de doctorado que te permita dedicarte seriamente a escribir en serio libros serios. Y, sobre todo, que la vida no empieza cuando tienes una beca de doctorado que te permita dedicarte seriamente a escribir en serio libros serios.
Quizás la vida empiece cuando una se da cuenta de que su criterio de novedad literaria es relativo, considerando la constante actualización del catálogo de las bibliotecas públicas de Barcelona.
Pero eso, sólo el tiempo y el ritmo del crecimiento de mis bigotes lo dirá.

30/3/09

Sensatez y sentimientos




“Si quieres olvidar a una mujer, conviértela en literatura”.
Anoche, en el trayecto desde Plaza Joanic hasta mi piso en Joan Blanques, pensaba en lo acertado de esa frase de Henry Miller. Trataba, así, de evadir infructuosamente la sensación de culpa, que me asaltó al bajar del metro.
Un sentimiento de culpa e insatisfacción que asoma cuando alguien ha renunciado a la última dosis disponible del remedio para su afección. Y, lo que es lo peor de todo, cuando se da cuenta de que disfruta del cliché romántico de regodearse sádicamente con los diferentes síntomas de la enfermedad.

Recientemente, leí que el amor provoca cierto estímulo neuronal, es decir, una experiencia química, de la cual los afectados tienden a depender físicamente.
Sin embargo, estoy convencida de que no estar enamorado y preocuparse por eso, por no estarlo, es una patología más dañina aún.
Algunos la llaman “desesperación femenina” y se le atribuye a las chicas casaderas y/o “en edad de merecer”. Admiro esa clase de eufemismos, sustraídos de los potenciales diálogos que atribuyo a las adineradas yayas de l´Example, constantes transeúntes de mis largas y aburridas jornadas laborales.

Generacionalmente, ése, sería mi caso. Y, lamentablemente, no un futuro de yaya adinerada de l´Example.

Sin embargo, creo que la desesperación es sólo una consecuencia menor de la experiencia del no-estar-enamorado. La desesperación es lo que te ataca, cuando una se despierta sudando a mitad de la noche, y se vuelve a dormir, intentando olvidar una pesadilla recurrente. Ligeramente más gorda, a los treinta y cinco años, participando en algún cutre programa vespertino, comentando atolondradamente mi actividad laboral, mis hobbies y mis objetivos en la vida, con una pancarta que dice: “Soy soltera. Sigo participando”.

A pesar de eso, creo que la experiencia de la autoconciencia del no-estar-enamorado no puede compararse, ni remotamente, con la desesperación. Ésta es de índole pragmático, utilitarista, interesado. La experiencia de no-estar-enamorado y, sobre todo, esa puesta en abismo, esa rata que se te sube por la espalda, al adquirir conciencia de que, quizás, nunca-jamás vuelvas a estar enamorada, tiene consecuencias mucho más terribles que los errores y excesos que comete cualquier soltera desesperada.

Y eso es lo que sentí cuando bajaba del metro, después de rebotar elegantemente a un chico, como lo haría una versión actualizada de cualquier personaje femenino de Jane Austen.

Sarah Kay ha vencido en mí, pensé. Debería sentirme contenta.

Quizás, por eso, ya ha dejado de torturarme otra imagen recurrente. Una foto. La tía Leslie, sola, con su gata. Y sus libros, adustos y fieles, atrás, como guardaespaldas. Esa postal en sepia arrojada hacia mi futuro, elaborada en la complicidad de la entrenada lengua de un ex (solamente a un hombre puede imaginarse semejante cosa) ya parece una especie de profecía autocumplida, como varias amigas comentaron acerca del nombre de mi blog.

Tampoco me martiriza el recuerdo de la mesura impostada de mis modales de jovencita victoriana, rechazando a un chico entre la sordidez y la furia semental de Las Ramblas un sábado por la noche.

Lo único que me tortura, ahora, domingo por la noche, con resaca, (no sé qué sería de mi vida sentimental sin el alcohol como trilladísima excusa) es mi irreprimible aspiración hollywoodense, y el exceso de histrionismo que eso me inspira. Humprey Bogart e Ingrid Bergman, con esos elegantísimos sombreros ladeados, despidiéndose en la niebla. El sútil encanto de los finales románticos y tristes. Si se rodara de nuevo, transcurriría en Barcelona, adentro del metro, un sábado por la noche. “Adiós, Casablanca”, le dice la chica al chico, y se baja, sola, en la siguiente estación del metro. El chico tiene más de treinta y, por eso, entiende el chiste.
Y sonríe.

14/2/09

Ritual de lo habitual





Creo que la primera vez que acosé a un chico tenía 10 años.

Estaba en un retiro espiritual en Agua de Oro con el grupo juvenil de una iglesia evangelista.

Se llamaba Eduardo. Y, obviamente, andaba atrás de chicas más grandes y que evidenciaran, en su cuerpo, las señales de una pubertad incipiente.

Y, sobre todo, andaba atrás de Ingrid.
Ingrid era dos años mayor que yo, hija de una familia evangelista, amiga de mi familia (que no profesa los evangelios, pero no sabía que hacer conmigo durante el verano) y, quién me había invitado al campamento.

Teníamos la misma edad. Y no sólo eso.
Eduardo y yo cumplíamos años el mismo día.
Una coincidencia a la que atribuía un poder mágico, esotérico.
Un orden suprahumano, abstracto e ininteligible prescribía que habiamos nacido el mismo día, para estar siempre juntos. Y eso estaba determinado por la rigurosa ordenación de los astros.

Sin embargo, ese verano de 1990, estos se habían acomodado para que Eduardo me evitara de todas las formas humanamente posibles.

La Guerra del Golfo ya estaba en todos los noticieros.
Recuerdo como a mi abuela se le volcó el té, cuando interrumpieron la miniserie que veíamos religiosamente todos los martes por la noche (una biopic sobre la actriz inglesa, criada en la India, Merle Oberon) para comunicar el cese de las negociaciones y la intervención de EEUU en el conflicto.

Recuerdo que durante los noticieros, salía al balcón de mi casa y rezaba (en algún rezago de esperanza de comunicación con Dios, que me habría quedado de la fugaz experiencia veraniega con los evangelistas) pidiendo que a alguno de los bandos se le ocurriera lanzar, de una vez por todas, una bomba atómica.

Y que Eduardo y yo fueramos los dos únicos sobrevivientes que quedaran en la Tierra.
Y que, miles de jóvenes, rubias, pecosas luciendo su complicidad orgullosa (en el código intimista de la logia de preadolescentes, de la que yo era excluída) de charlas sobre corpiños y marcas de toallitas femeninas, murieran abrasadas por las llamas.
Así, toda esa elegancia condensada en Ingrid, cifrada en el misterio, a los ojos infantiles masculinos, de su pubertad incipiente, se desintegraba violentamente por las cortinas de fuego.

Y, entonces, yo era inmensamente feliz.

Mi natural inclinación hacia el amor platónico, así como los conflictos en Oriente Medio, se recrudecieron con el tiempo.
Sin embargo, con los años venideros, el imaginario nuclear de mis primeras poluciones nocturnas dejó paso a fantasías más realistas.

La segunda vez que acosé a un chico tenía dieciseis.

Ivan tenía la misma edad que yo, pero era un mes más grande. Creo que cumplía años en Octubre.
Y eso significaba una diferencia sustancial en ese momento de mi educación sentimental: me había cambiado de colegio y había dejado atrás a mi primer novio, que era cuatro años más grande que yo.
Si bien, mis nuevos compañeros del colegio público y laico tenían más experiencia que los mojigatos de la escuela privada y católica, tenía que progresar en mi escala afectiva y esto prescribía que, por ningún motivo, podía coquetear con alguien menor que yo.

El tiempo, la experiencia, la liberación de la vida sexual que prosigue a la independencia económica y afectiva de la familia, sumada a la escasa población masculina soltera de la ciudad en la que vivía, hicieron que cambiara de parecer, pero eso no será relatado aquí.

Iván no tenía la misma edad que yo. Era un mes más grande.
Había abandonado la escuela el año anterior. Y cantaba en una banda de hardcore. Budha se llamaba su banda. Y, él, se hacía llamar Sarco. Como el cantante de Fun People (formación argentina precursora del hardcore gay y antifascista)quién se hacía llamar Nekro, Iván también tenía su pseudónimo.

Y se encargaba de registrarlo obsesivamente, acorde con esa necesidad de fijación identitaria que aqueja a los adolescentes, en todas las superficies lisas que se le cruzaran en el camino. Y sobre todo, en mi carpeta del colegio y las de mis amigas, que ya eramos groupies precoces y guardabamos sus garabatos como amuletos, dignos de ser cuidados celosamente, por manifestarse como las emanaciones de la luz de nuestro guía espiritual.

Estos elementos fueron determinantes para mi ensalzamiento romántico-platónico de todas sus otras cualidades y aptitudes: era el único de sus amigos que declaraba públicamente que era virgen, que se había enamorado y no era correspondido.

Siempre odié a Paula: su precoz corrección política (escuchaba Silvio Rodriguez y Serrat desde los catorce), así como el amaneramiento y la sutileza con la que evitaba el poco diplomático cortejo de Iván, me revolvía las tripas.

Estos recuerdos están un poco desdibujados por el asalto de una inesperada sensación de satisfacción.

Recuerdo que, hace casi tres años, a los casi 26, y sólo un mes después de la tempestuosa separación de mi único novio-larga-duración, volvía a casa en taxi, en la mañana de un sábado incipientemente otoñal.
Era el amanecer de mi inesperado retorno a las pistas de baile y al mercado del amor, con el satisfactorio cansancio de haber pasado la noche con alquien de quién me había enamorado perdidamente, diez años atrás.

Sarco estaba igual que a los dieciseis.
Seguía viviendo con su madre.
Y seguía usando el pelo largo y esos jeans grandes, como siempre a punto de caerse, que tanto me desvelaban a los dieciseis y ahora sólo me despertaban un inesperado instinto maternal.

Creo que fuí un poco torpe y atolondrada, como siempre, pero no hizo falta que lo acosara, esta vez.

La última vez que acosé a un chico fue ayer.

Y, de acuerdo con este análisis del prontuario de mi educación sentimental, creo que soy una reincidente crónica.

Por eso, sólo me quedan dos cosas.

La esperanza de que el acoso femenino no esté penalizado en España.

Y, por supuesto, la ligera certidumbre de alguna satisfacción póstuma.