La educación sentimental de una seducida y abandonada en Barcelona

31/1/10

¿Sueñan los jefes con ovejas eléctricas?



Ayer sufrí una crisis de angustia.

Y más allá de que no pretendo justificar aquí, una vez más, mi patológica adicción al drama, he podido comprobar que la exteriorización de la angustia sirve, como dice mi amiga psicoanalista que "decía el viejo Lacan". Y sirve mucho.
La crisis se manifestó con un mar de lágrimas que empezaron a asomar durante mi turno de trabajo en la librería, de una manera furtiva, hasta que se me nublaron los ojos intespestivamente. Y por eso tuve que bajar muchas veces al baño para lavarme la cara, en un frustrado intento por contener el tsunami.
Es un poco extraña la experiencia orgánica de la angustia. Al no poder contener el llanto, aparentemente inmotivado, me sentí muy vulnerable y tan expuesta como si me estuviera haciendo pis parada. Sin embargo, más allá de la sensación de incontinencia que me invadió, con el correr de los minutos, el nudo que tenía en la garganta comenzó a abrirse y, como una especie de conducto uterino, dió lugar a que pudiera parir mi rabia.

Como le sucede a la protagonista de ese lúcido clásico del gore, Cromosoma 3 (The Brood)de David Cronemberg, (ver trailer) me sentí víctima de la psicoplastía con manipulación genética, esa terapia apócrifa que inventó este mago canadiense para aterrorizarnos. Tal cual sucede en el film, sentí como si estuviera dando luz a unos violentos monstruitos, que todavía no alcanzaron la densidad corporal suficiente como para actuar por su cuenta...

Sin embargo, cuando estos crezcan y adquieran autonomía, no sólo los mandaré (bajo la impunidad de lo inconsciente y lo reprimido) a agredir a todos aquellos que me hagan sentir mal, también les inculcaré un nuevo credo cristiano que escribirán con la sangre de los filisteos mercenarios del mundo del libro, agentes causales (junto con otros rollitos personales que no vienen a cuenta) de mi inesperado derroche de llanto orgánico.

Después de trabajar durante dos años y medio en la sucursal privilegiadamente pequeña de una megacadena universal e intergaláctica de librerías, la calidez del mágico mundo de Jenny me dejó una buena impresión del gremio librero.
De allí me quedó no sólo mi descubrimiento anárquico y compulsivo de la sobrevalorada literatura de culto, sino también una faraónica vocación enciclopedica, así como un gran respeto por los lectores consumidores de géneros. También me quedaron dos cómplices y amigas de muchas tardes gastadas, ejercitando la lengua, tanto como músculos de brazos y piernas con los ejemplares del Código Da Vinci.
Junto a ellas, sobrevive el recuerdo de mi jefe, librero de segunda generación, fanático de la Era Campbell de la ciencia ficción y alumno confeso de cursos de astronáutica por correspondencia.
No soy de las que piensan que todo tiempo pasado fue mejor, sin embargo, no puedo evitar contrastar esa experiencia con mi atormentado presente de solitaria asesina a sueldo, es decir, captadora de socios para un conocido club de lectura en otra megacadena de librerías. Otra anónima corporación intergaláctica, cuyos directivos parecen haberse fugado de las colonias en Marte y pretenden pasar inadvertidos entre nosotros.

Sin embargo, muy pronto, mis monstruitos, los hijos de mi rabia, pondrán en evidencia su falta de empatía con el género humano y les aplicaran el protocolo posterior al test Voight-Kampft. Y así será como, estos replicantes disfrazados de mormones, que justifican su carencia de humanidad en los principios de la ética protestante y la ley del capital, serán retirados de la faz de la Tierra.
Y sólo entonces, un pasado de llanto catártico, euforias varias y buenos recuerdos sobrevivirá en mi presente futuro.

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