La educación sentimental de una seducida y abandonada en Barcelona

14/2/09

Ritual de lo habitual





Creo que la primera vez que acosé a un chico tenía 10 años.

Estaba en un retiro espiritual en Agua de Oro con el grupo juvenil de una iglesia evangelista.

Se llamaba Eduardo. Y, obviamente, andaba atrás de chicas más grandes y que evidenciaran, en su cuerpo, las señales de una pubertad incipiente.

Y, sobre todo, andaba atrás de Ingrid.
Ingrid era dos años mayor que yo, hija de una familia evangelista, amiga de mi familia (que no profesa los evangelios, pero no sabía que hacer conmigo durante el verano) y, quién me había invitado al campamento.

Teníamos la misma edad. Y no sólo eso.
Eduardo y yo cumplíamos años el mismo día.
Una coincidencia a la que atribuía un poder mágico, esotérico.
Un orden suprahumano, abstracto e ininteligible prescribía que habiamos nacido el mismo día, para estar siempre juntos. Y eso estaba determinado por la rigurosa ordenación de los astros.

Sin embargo, ese verano de 1990, estos se habían acomodado para que Eduardo me evitara de todas las formas humanamente posibles.

La Guerra del Golfo ya estaba en todos los noticieros.
Recuerdo como a mi abuela se le volcó el té, cuando interrumpieron la miniserie que veíamos religiosamente todos los martes por la noche (una biopic sobre la actriz inglesa, criada en la India, Merle Oberon) para comunicar el cese de las negociaciones y la intervención de EEUU en el conflicto.

Recuerdo que durante los noticieros, salía al balcón de mi casa y rezaba (en algún rezago de esperanza de comunicación con Dios, que me habría quedado de la fugaz experiencia veraniega con los evangelistas) pidiendo que a alguno de los bandos se le ocurriera lanzar, de una vez por todas, una bomba atómica.

Y que Eduardo y yo fueramos los dos únicos sobrevivientes que quedaran en la Tierra.
Y que, miles de jóvenes, rubias, pecosas luciendo su complicidad orgullosa (en el código intimista de la logia de preadolescentes, de la que yo era excluída) de charlas sobre corpiños y marcas de toallitas femeninas, murieran abrasadas por las llamas.
Así, toda esa elegancia condensada en Ingrid, cifrada en el misterio, a los ojos infantiles masculinos, de su pubertad incipiente, se desintegraba violentamente por las cortinas de fuego.

Y, entonces, yo era inmensamente feliz.

Mi natural inclinación hacia el amor platónico, así como los conflictos en Oriente Medio, se recrudecieron con el tiempo.
Sin embargo, con los años venideros, el imaginario nuclear de mis primeras poluciones nocturnas dejó paso a fantasías más realistas.

La segunda vez que acosé a un chico tenía dieciseis.

Ivan tenía la misma edad que yo, pero era un mes más grande. Creo que cumplía años en Octubre.
Y eso significaba una diferencia sustancial en ese momento de mi educación sentimental: me había cambiado de colegio y había dejado atrás a mi primer novio, que era cuatro años más grande que yo.
Si bien, mis nuevos compañeros del colegio público y laico tenían más experiencia que los mojigatos de la escuela privada y católica, tenía que progresar en mi escala afectiva y esto prescribía que, por ningún motivo, podía coquetear con alguien menor que yo.

El tiempo, la experiencia, la liberación de la vida sexual que prosigue a la independencia económica y afectiva de la familia, sumada a la escasa población masculina soltera de la ciudad en la que vivía, hicieron que cambiara de parecer, pero eso no será relatado aquí.

Iván no tenía la misma edad que yo. Era un mes más grande.
Había abandonado la escuela el año anterior. Y cantaba en una banda de hardcore. Budha se llamaba su banda. Y, él, se hacía llamar Sarco. Como el cantante de Fun People (formación argentina precursora del hardcore gay y antifascista)quién se hacía llamar Nekro, Iván también tenía su pseudónimo.

Y se encargaba de registrarlo obsesivamente, acorde con esa necesidad de fijación identitaria que aqueja a los adolescentes, en todas las superficies lisas que se le cruzaran en el camino. Y sobre todo, en mi carpeta del colegio y las de mis amigas, que ya eramos groupies precoces y guardabamos sus garabatos como amuletos, dignos de ser cuidados celosamente, por manifestarse como las emanaciones de la luz de nuestro guía espiritual.

Estos elementos fueron determinantes para mi ensalzamiento romántico-platónico de todas sus otras cualidades y aptitudes: era el único de sus amigos que declaraba públicamente que era virgen, que se había enamorado y no era correspondido.

Siempre odié a Paula: su precoz corrección política (escuchaba Silvio Rodriguez y Serrat desde los catorce), así como el amaneramiento y la sutileza con la que evitaba el poco diplomático cortejo de Iván, me revolvía las tripas.

Estos recuerdos están un poco desdibujados por el asalto de una inesperada sensación de satisfacción.

Recuerdo que, hace casi tres años, a los casi 26, y sólo un mes después de la tempestuosa separación de mi único novio-larga-duración, volvía a casa en taxi, en la mañana de un sábado incipientemente otoñal.
Era el amanecer de mi inesperado retorno a las pistas de baile y al mercado del amor, con el satisfactorio cansancio de haber pasado la noche con alquien de quién me había enamorado perdidamente, diez años atrás.

Sarco estaba igual que a los dieciseis.
Seguía viviendo con su madre.
Y seguía usando el pelo largo y esos jeans grandes, como siempre a punto de caerse, que tanto me desvelaban a los dieciseis y ahora sólo me despertaban un inesperado instinto maternal.

Creo que fuí un poco torpe y atolondrada, como siempre, pero no hizo falta que lo acosara, esta vez.

La última vez que acosé a un chico fue ayer.

Y, de acuerdo con este análisis del prontuario de mi educación sentimental, creo que soy una reincidente crónica.

Por eso, sólo me quedan dos cosas.

La esperanza de que el acoso femenino no esté penalizado en España.

Y, por supuesto, la ligera certidumbre de alguna satisfacción póstuma.

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