La educación sentimental de una seducida y abandonada en Barcelona

30/3/09

Sensatez y sentimientos




“Si quieres olvidar a una mujer, conviértela en literatura”.
Anoche, en el trayecto desde Plaza Joanic hasta mi piso en Joan Blanques, pensaba en lo acertado de esa frase de Henry Miller. Trataba, así, de evadir infructuosamente la sensación de culpa, que me asaltó al bajar del metro.
Un sentimiento de culpa e insatisfacción que asoma cuando alguien ha renunciado a la última dosis disponible del remedio para su afección. Y, lo que es lo peor de todo, cuando se da cuenta de que disfruta del cliché romántico de regodearse sádicamente con los diferentes síntomas de la enfermedad.

Recientemente, leí que el amor provoca cierto estímulo neuronal, es decir, una experiencia química, de la cual los afectados tienden a depender físicamente.
Sin embargo, estoy convencida de que no estar enamorado y preocuparse por eso, por no estarlo, es una patología más dañina aún.
Algunos la llaman “desesperación femenina” y se le atribuye a las chicas casaderas y/o “en edad de merecer”. Admiro esa clase de eufemismos, sustraídos de los potenciales diálogos que atribuyo a las adineradas yayas de l´Example, constantes transeúntes de mis largas y aburridas jornadas laborales.

Generacionalmente, ése, sería mi caso. Y, lamentablemente, no un futuro de yaya adinerada de l´Example.

Sin embargo, creo que la desesperación es sólo una consecuencia menor de la experiencia del no-estar-enamorado. La desesperación es lo que te ataca, cuando una se despierta sudando a mitad de la noche, y se vuelve a dormir, intentando olvidar una pesadilla recurrente. Ligeramente más gorda, a los treinta y cinco años, participando en algún cutre programa vespertino, comentando atolondradamente mi actividad laboral, mis hobbies y mis objetivos en la vida, con una pancarta que dice: “Soy soltera. Sigo participando”.

A pesar de eso, creo que la experiencia de la autoconciencia del no-estar-enamorado no puede compararse, ni remotamente, con la desesperación. Ésta es de índole pragmático, utilitarista, interesado. La experiencia de no-estar-enamorado y, sobre todo, esa puesta en abismo, esa rata que se te sube por la espalda, al adquirir conciencia de que, quizás, nunca-jamás vuelvas a estar enamorada, tiene consecuencias mucho más terribles que los errores y excesos que comete cualquier soltera desesperada.

Y eso es lo que sentí cuando bajaba del metro, después de rebotar elegantemente a un chico, como lo haría una versión actualizada de cualquier personaje femenino de Jane Austen.

Sarah Kay ha vencido en mí, pensé. Debería sentirme contenta.

Quizás, por eso, ya ha dejado de torturarme otra imagen recurrente. Una foto. La tía Leslie, sola, con su gata. Y sus libros, adustos y fieles, atrás, como guardaespaldas. Esa postal en sepia arrojada hacia mi futuro, elaborada en la complicidad de la entrenada lengua de un ex (solamente a un hombre puede imaginarse semejante cosa) ya parece una especie de profecía autocumplida, como varias amigas comentaron acerca del nombre de mi blog.

Tampoco me martiriza el recuerdo de la mesura impostada de mis modales de jovencita victoriana, rechazando a un chico entre la sordidez y la furia semental de Las Ramblas un sábado por la noche.

Lo único que me tortura, ahora, domingo por la noche, con resaca, (no sé qué sería de mi vida sentimental sin el alcohol como trilladísima excusa) es mi irreprimible aspiración hollywoodense, y el exceso de histrionismo que eso me inspira. Humprey Bogart e Ingrid Bergman, con esos elegantísimos sombreros ladeados, despidiéndose en la niebla. El sútil encanto de los finales románticos y tristes. Si se rodara de nuevo, transcurriría en Barcelona, adentro del metro, un sábado por la noche. “Adiós, Casablanca”, le dice la chica al chico, y se baja, sola, en la siguiente estación del metro. El chico tiene más de treinta y, por eso, entiende el chiste.
Y sonríe.

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