La educación sentimental de una seducida y abandonada en Barcelona

1/11/09

Sé tú misma





Hace un par de semanas estaba cenando con una pareja de amigos de mi familia, cuando una frase removió las napas de esa obsesiva autoconciencia del idioma que estoy adquiriendo en la práctica cotidiana de neutralizar o traducir todo localismo argentino para hacerme entender.

"Sé tú misma", me dijo Cristina, pasándome el cucharón de madera y señalando la suculenta bandeja de pasta casera.

Esta frase, a pesar de su repetición e insistencia en el tiempo, ejerce una especie de poder esotérico en mí, donde sigo comprobando la experiencia enajenante del lenguaje como un virus del espacio exterior.

"Sé tú misma" no es sólo una amable invectiva a la independencia de los demás.

Es el eco de la vocesita maternal que me aconsejaba durante mis primeras desilusiones sentimentales.

Es mucho más que eso. Es una especie de mantra que repito desde mi niñez cada vez que intento interesarle a alguien.

Sin embargo, ser una misma, a pesar de la sensación de consuelo que me generaba este consejo materno, no es tan fácil.

Recuerdo a los diez años, cuando Leandro (mi no correspondido amor desde el tercer grado de la primaria), intentaba repetir la coreografía de una Boys Band de moda a principios de los noventa.
Mientras lo observaba atentamente con las otras chicas, intentaba no ser yo misma, conteniendo la risa de ver su cuerpo delgado rodando por el suelo, imitando infructuosamente a algún rappero neyorkino.
Una vez se me escapó una carcajada. Y él lo vió. Entonces comprobé que es muy díficil ser una misma cuando se tiene diez años y, sobre todo, cuando las fiestas y las consecuentes oportunidades para el primer beso se te pasan por ser demasiado alta para bailar con los chicos de tu edad.

Ser yo misma siempre me fue díficil en asuntos estéticos. Creo que nunca puedo mentir en eso. Soy capaz de transformaciones camaleónicas en mi conducta, pero no soporto el mal gusto.

Recuerdo a mi novio de los diecinueve, otro Leandro, con quién la relación (aunque me dí cuenta mucho tiempo después)comenzó a quebrarse cuando vimos la primera precuela de Star Wars.
Mi chico era un recalcitrante militante estudiantil y no podía concebir mi entusiasmo en la poco realista y evasiva proliferación de mundos, galaxias y especies que salían de la pantalla.
Por eso, intuyo, que nuestras diferencias sentimentales e ideológicas comenzaron allá lejos, por la infancia de Anakin Skywalker.
No lo sabía entonces, pero mi chico estaba del lado del bien y a mí ya empezaba a no molestarme dejarme seducir por el Lado Oscuro.

Otra experiencia de lo díficil que es ser una misma sucedió hace poco.


Estaba en un bar, con un compañero de estudios que, en ese momento, me parecía atractivo y con quién coincidía en todos los tópicos de cualquier diálogo entre inmigrantes latinos en Barcelona: la especulación inmobiliaria, la densidad demográfica de bares y festivales, la fauna cosmopólita, etc. Coincidencias pedestres a las que asigné una dimensión cósmica, nublada por el entusiasmo de la novedad.
Esa noche, estábamos sentados muy juntos en la escalera de un tugurio del Raval. La conversación fluía ligeramente, birritas de por medio, mientras nos hablábamos al oído y yo me acercaba esperando algo más que un acercamiento verbal.

Entonces, la prueba de fuego, como siempre, se me presentó.

- ¿Te gusta bailar salsa? me preguntó.


Salvo que ser una misma implique improvisar una mentira, creo que mi mantra infantil ha dejado de funcionar.

De cualquier forma, ahora tengo uno nuevo.

Y todavía no he tenido la oportunidad de invocarlo, pero estoy esperando el momento de comparar su efectividad con el anterior:

"Sí, me encanta la salsa. Toda mi vida quise aprender a bailar salsa. ¿Me podrías enseñar?".

1 comentario:

Pablo Natale dijo...

Vos deberías salir en la Cosmolit, Ana.